Cerrajero del cielo.

Manejar bien la baraja
con que atrae la suerte a su cauce
siempre fue una profesión
para comer de lo que los árboles lanzan al suelo.

Entre una piedra y un envase de plástico
el bosque cada vez mora más en libros
que en sus propias hojas, ahorcados verdes,
que pasan turno y no mercadean más que la terrible,
la inigualable, la retina del humo,
de los hacedores de vértebras
con campanillas encerradas en nuestros cuellos.

Poemas como los forros gabardinas
y el cansancio gratuito
de los días sin lluvia.

De empapelar paredes.

Sin puertas.


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