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Mostrando entradas de noviembre, 2016

Narciso y Eco.

Cuando tengas ganas de morirte  esconde la cabeza bajo la almohada  y cuenta cuatro mil borregos.  Quédate dos días sin comer  y verás que hermosa es la vida:  carne, frijoles, pan.  Quédate sin mujer: verás.  Cuando tengas ganas de morirte  no alborotes tanto: muérete  y ya. JAIME SABINES. Eres especial como una ventisca de nieve en la playa, que nunca se mide con el baremo  de calibrar más con las manchas que con los centímetros. El botón verde en el vestido de novia, y las siete patas de los perros en un planeta, peonza de la galaxia. La luna cuadrada con lobos de lana. Los dioses unicelulares que no existen en la aritmética del uni-lateral.verso Mutilador de las personas que de verdad torpedean con el  buen hacer de los amarillos trigales. Para no entender del perdón en lengua cervantina, frente al descaro de su selección natural. Será cuestión de rarezas, ser genio sin lampara y ara...

Tifón de las ánimas.

De qué sirve el ruido de la guillotina cuando otoñal cede su hoja en el cuello. Presa del varadero que intercambia la angustia al terremoto de las iguanas y diluye el cianuro como la mancha de sangre en el lavabo después del suicidio. No, no deseo el bestiario de aquellos días arrecifes, donde la dama caía con vestido caladero y los vacíos paseaban con café rancio en detrimento de la caricia. La negación del beso que tanto traficó, en purgas que erosionaban al mar. En este aceitunero apoyo mi cabeza, qué importa, si el filo agudiza y la nuca pende de la cuerda con el corazón entre sus manos, desguace de mujer viva con el Adviento. En hombría de método, en brisa boca, amor, cuenta la hebra y tuerce la puntada, que cosida prefiero morir en tu tierra lejos del marino león que canta a sirenas porque en ti puedo morir y nacer, y morir y nacer. El pasado no era más que una hamburguesa, comida por las hormigas en la bahía de los contenedores.

El elemento del fuego.

La llama. La quemadura de la vianda en la lengua paciente en el plato, que cede a la gula por el impulso del cubierto. El poema, a punto de saltar del trampolín de una página hacia el éxtasis de la asfixia. La velocidad, con las ventanillas bajadas a las nubes, con los coches en paralelo infringiendo las normas en el descuido de los átomos haciendo frente al impacto con el derrape de las ruedas en el agua. Y subir escaleras en contra de la marabunta en la terminal porque vas a perder el avión para anotar en el estómago el gusano del vértigo, del aterrizaje después de la tormenta. La calma después de la ira. El ansia al abrir una carta. El beso. La vela. El candil.  La llama. El elemento del fuego. La inteligencia. Que enciende la oscuridad en la noche. Cómo decir que soy una devoradora de adrenalina que muere como un pétalo entre los libros.

Anestesia.

Qué será de todas las muñecas de porcelana  de sexo indistinto,  blanqueamiento del derribo, rojo por la sarna. El misil, número sin número, que cayó del cielo, cuando en la niñez nos enseñaban que el cielo  era bueno,  que traía la lluvia, el sol que asaba a las patatas, la luz que cobija las manos que ahora sangran en el asedio. Estoy inmóvil. No siento las rodillas y soy un saco de cal que ya no llora. Cebolla bajo la tierra que sin raíces escucha los latidos de los perros. Sólo, aguanta un minuto más, juguete de juguetes que cierras los ojos. Mi cuerpo es ahora la casa de mis padres, y  sé que no siento las rodillas. La boca se llena de un amasijo de lo que por tanto matan, esta cucharada de ciudad que respira aguda el hilo que trae la ruina que baja hacia los infiernos. El cielo para el apátrida es el tumulto de los abrazos  tras los bombardeos de la  ira para los hijos de porcelana  de sexos indistintos. . ...

Canción triste de Bird-Street.

Cuando en Chinatown derribaron los bloques y en su lugar edificaron un aparcamiento de pisos, de esos, que en espiral levantan el ánimo. Creí morir de pena, la ruina fue sin previo aviso, con una antigua arboleda en barricada y un pequeño colmado que dispensaba galletas de la suerte a los que aún poseíamos la fe de que de amor se podía morir. Fue tan inmenso el vacío que las manchas de los perros cayeron igual que las hojas del otoño y el grifo en su goteo cantaba clerical al entierro de conversaciones, y aguas que se desvanecieron en trances, productos de la demolición. Qué duro encontrar la salida entre los escombros, poder tramitar cada una de las circunstancias a un destino de cuerpo encogido dentro del saco, de preguntas sin respuesta, de gusanos que se devoran ensimismados la seda, al no tener sustentos ni en la lluvia del oeste, ni en el canto de las piedras al caer con los hierros, ni en la necrosis que supuso la cobardía de los que se van y regresan, c...

La disparidad del mobiliario.

El sillón orejero. De brazos desgastados. Sostenido por cuatro patas de mariposa, aguarda el asentamiento de la colombofilia en busca de las migas del pan entre sus cojines azules. El sillón impaciente. -No,cariño.  Aún no ha llegado la _ora de sentarse.

Vistas periféricas de los ángeles sin ojos.

Imagen
La vida, esa apócope de poemas insertados en caras, labios, y estrafalarias apuestas de sol y de lunas con dientes. Como una alimaña enseña los reversos; pero, siempre hay un número que no cuadra con la llave de un hotel frente a la puerta 345. Llamar al servicio de habitaciones, olfatear el cloro de las toallas y buscar "rato-línea" entre los obsequios, cortesía de aseo, de una fábrica en Beijing que abastece con 30.000 pastillas de jabón, 15.000 peines porque existe la calvicie de las palabras. Y una esponja de calzado tan diminuta que no logrará acallar los pasos, de los maleantes que hacemos de la rima una psicosis, y que nos gusta lamer los dedos en sincronía ante el resultado de las catástrofes escritas. Todo cabe en un estuche, hecho para nomos, que recicla los instantes que tú y yo resucitamos en aquel hotel adyacente  a la antena de telefonía móvil, rebosante de "pajarocópteros" que no piarán lo que vieron. En la habitación 345. ...

La preposión del lugar.

En los triángulos y elipses. En las montañas y pendientes. En el veneno que cura. En lo que mata y debilita. En tiempo de dormitorio. En cambios de luna. En exequias y transhumancia. En querer y no querer. En la guerrilla de la pasta dentro del agua hervida. En quédate y nos vamos lejos,                                               junto al infierno. En el  credo y en el castigo. En un chiscar. En un portazo. En un santiamén. En una lupa, cerradura, embudo y latido. En una cuestión de ambos. Ll.Ll.

La evolución de las especias.

Las nervaduras del viento con la tamizada luz de Noviembre, de feriantes castañas y puestos de canela en rama redimen al kaos de los ojos. No se sabe muy bien la dirección del mundo pero las leñas cuecen en la supervivencia diaria, de palomas hechas de periódicos y embriones digitales que nos acariciarán cuando decrépitos nos cuiden la única matriz que alimentamos. Las máquinas, en constantes vitales de poema, de bultos frente a las pantallas, imperiosas voluntades que nos mantienen con vida.

Sayonara Cohen.

El vacío de un sombrero, junto a una taza (que contiene el pigmento de la tierra) sobre la mesa de mármol aguardan al poeta que no regresará esta noche   porque los trenes chocaron contra los márgenes y los aviones perdieron sus alas transformando las sangrías en orugas rojas con la pretensión de que la voz regrese a la trama de organza que detrás del visillo transparenta a la mujer, número 451. El café helado, en la espera impaciente de los lentes de la lluvia,  pétalos de microscopio, pinceles en los lienzos de los pintores locos. Leonard, cohe-xistes como el fantasma  de la ventana opaca que se encierra con la caja de música que bailan los trajes olvidados en el armario, que anhelan los versos de los trazos ácaros que no encontrarán la salida. Este garabato que lleva la muerte sin ojos, en la atrocidad de expoliar los siglos de la verdad cantada para que no la lleve nadie. Buscando en la cabeza, en la armadura de un ente que ha caído en las zanj...

La mirada llena de melocotones.

Y esa donación de la que farfulla el poeta, no concebirá el virus que atente a la locura de saberle, en cada momento de onda, de tener las manos plenas y sentir las dagas ocultas tras el pecho, y notar el corazón brincando carpa por las sábanas, solicitando a santos y a demonios que mis tobillos no anden, que mi boca no quiera beber del veneno que de su hombría emana. Postrada a la merced de las sanguijuelas en esta tísica esperanza, del fragor de los árboles floridos de su torso, de la palabra enervada que crece hacia el infinito, de que bajar al infierno y cuartear con losetas mi alma es mejor que rendir tributo a su entrega. Y qué puedo hacer, de este seísmo, que derrumba todos los acentos de mis poemas, de esta ansia de consumación para luego barrer la vileza, al ser un peón para un coleccionista. Debe creer que este mal no se porta de un modo extensible. Duele, y de qué manera. Para comer de su cuerpo, aunque sepa que al  alba olvidará el nombre, y m...

Punto y coma de volantes.

En el adoquín de la noche c on la luz encendida abrir las ventanas, no contender  el llanto literario que como un sarpullido es la carcoma del ecosistema del poeta en desuso. Necesita escribir en la ciudad de los muertos a las tres de la mañana, para el profano que cree que dicta la voz el averno; en el rato del hilo de que colgó como una araña en el tejido de un traje de Zara. Desea escribir con todas las fuerzas al desparpajo de la luciérnaga iluminada por la pantalla de un móvil. Con la comprensión de los renglones que escalan a la locura  en vuelos de avión de países donde nunca ocurre  gacela, nada, baches y pista. Escribir, una banalidad de tigres salvavidas.

La mostaza de Bóston.

Que rareza el sentir que formas partes, de maderas con canciones alumbradas y que el abrazo comprende el idioma de los silencios. Mirar de cola de cereza y prender las cartulinas que crean universos paralelos a la fricción de las manos  en los ríos de lanzar barcos de papel moneda. Este amor de gelatina  que ha venido en forma de trigo, que guía con su fuerza de pan a la aventura de arriesgar lo que me queda del alma. Tiempo hacía de noches sin luna, amarrada a las cáscaras de los lobos que hicieron la mortificación de pájaros en el lugar donde sólo deben crecer lo que él ofrece matorrales de moras y de helechos que aprisionan a la verdad de que de ésta, nadie, va a salir vivo. Y mientras unos se apean a cápsulas en esa huida perpetua de las sombras, existen miércoles que las hojas de mis vestidos  caen en árboles. Miro, al hombre, y en él hallo, la llave, el café, la salida , por un momento, de una mujer con derecho amar y a ser amada.

Compartir terrores nocturnos.

Ahora que la noche no la pertenece el pudor de que él vea los trágicos,  ida en otra dimensión, la convierten en un extraño pomo en la puerta de su dormitorio. En ese momento mil caballos por hora arrastran el cuerpo bajo las constelaciones. Los miedos que  se agudizan, toman por revancha a la niña del pijama  y tirita, tirita de frío. La desnudez de la inestabilidad mental, cuando ni articular puede la palabra con el trotar en el corazón  que conduce el alarido hacia la calle, en verbos de trementina hasta despertar del trance como un flecho. Esta madrugada de propia voluntad ella duerme sin el temor  al esputo del pánico,  permitiendo que el poema emerja submarino de entre, el miedo, las aguas. Y él, que duerme al otro lado, pregunta por el color de los monstruos que habitan  en los sueños de la mujer callada que mira a la pared.

Sin título.

El ruido entrecortado del alumbramiento de la araña, puede retumbar a cualquier corazón con orejas escuchando el zumbido de los insectos y el rasguño en las paredes del intestino de los parásitos que auscultan antes que nadie al poema. Un encuentro supondría mi pena de muerte, pero el cianuro de sobrevivir de este otoño, que se diluye cada luna en un agonizar progresivo, después de los últimos acontecimientos y la pérdida física de una amiga; crea que han encomendado que prefiero morir esclava que vivir reina. No sé en que parte del planeta mora. Si es zócalo, o muro. Estrella o herida. Balancea la espada, la espada de Damocles enhebrando el alma que aún le pertenece. ¿Qué es el cuerpo dado a trozos al perro hambriento, colgar sin piel en la carnicería? Qué verso extraño, le sucede en su periplo mundano que sólo Lope de Vega comprendería en este oficio de amar a lo poeta. La espada, no la mueva se lo suplico, pero, al beber hasta la saciedad del vinagre ...

La secretaria de la oficina 451,

Es lícito preguntarse cómo la oficinista sobre un cúmulo, se siente, con su posición estable de aguja vertical clavada en la mano Desde el rascacielos desafía al horizonte y apura su barra de labios bebiendo café de máquina. Sabes que ella se descalzaría riada a romper sus guijarros contra los escaparates. Que en esta postura cómoda ni las sillas giratorias pueden desacelerar el mareo que produce la memoria estrábica del incendio de dos cuerpos en el sótano aparcado de coches sin ruedas. Todo parece tan bonito a través de las fotos. Los amigos se mueren. Las máquinas de escribir sólo deletrean palabras beatificadas y no osan a usar los tacos que picantes suben como hormigas por sus medias. La cigüeña paralítica, colocada donde la ponencia deseaba, cerca de los enchufes sin música. Y vivir sin música para la mudez secretaria en un edifico de cristal a punto de romperse. Vivir sin música corresponde  a los que nunca nacieron.

Pequeño poema con patas cortas.

No se equivoque, soy una torturadora que nada tiene que ver con tortugas y el adorar salado. Martifico, igual que hicieron conmigo cuando era un pequeño poema con patas muy cortas.