Mascarada


Los árboles florecen sin tribuna
mientras los caparazones
duermen en colchas de poliéster.
Y sé, en este convento metalúrgico,
que a los pájaros les importa un bledo
si salgo, o no, a la calle. Con el cielo sin aviones,
que parece la piel sanada de un leproso.
Tal vez, los impacientes sean los paseos,
largos de cabellera, con el silencio incómodo
de los bancos.
Y de las botellas de vino de aguja
que quietas soplan al cristal
para reventar de una vez el corcho
y llorar por las cosas que planeamos
y que hemos pospuesto en un ejercicio
de humildad, como la lluvia
en el hormiguero que naufraga.
Quisiera pedir perdón estrechando las manos.
Recoger el ancla que perdí en un aeropuerto.
Para colmar la parte del alma avestruz
que reside vacua, con una semilla
de fe, de chicles mascados, de fotos en escala de grises.
Los árboles diseñando el próximo fruto.
Y las piedras expectantes que deberé sortear
en esta encrucijada de bolsas de empleo,
de proyectos tetrapléjicos,
del amor real metido en jaula.
Son pequeñas muertes, residuos de supervivencia,
donde tengo todo el tiempo del mundo en un rellano
para leer la novela
y aprender que el encierro vivía antes
que un virus nos recordara que somos animales
con el hedonismo
de la destrucción y no ver
como florecen los árboles.
Obra de Frida Kahlo
 

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