Los molinos de viento

Todos los coches se detuvieron,
en una sangría de propósitos insostenibles.
La situación novelesca
de Don Quijote luchando contra los molinos,
y la conciencia lacrando la salida
al exterior.
Ya no importaba si de la comanda los zapatos azules
llegarían al almacén el viernes.
O si la lluvia reventaría la zanja
de la excursión al campo.
Un muro se había construido en nuestras calles
aislando a los vecinos, a los perros y a los cubos de basura.
Con fobia a la tos, la de aquel pavor que heredamos
de la tuberculosis y que reprimimos
como la orina virgen en nuestra vejiga.
Tenía los billetes de avión sin imprimir
cuando los bombarderos asolaron Alepo.
Un trabajo para remontar la niebla
de los huecos de un futuro
con cuatro años de enclaustramiento
que cayeron por las escaleras.
Quedando inmóviles, boquiabiertos,
con el reguero de sangre de un bordado novicio
entre las comisuras.
Entonces, sentí el abatimiento de los castillos de arena
cuando la ola goza en su combate.
Y descubrí la pequeñez de un mundo para un poro.
Un comprimido capaz
de exterminar como el polonio a un espía ruso.
Y bendecí la suerte de Khalo
como la de los exiliados engullendo los espasmos del frío
con el miedo que huele a cebolla.








Edwar Hopper










































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