Capital de Grecia.

He cenado espinacas
y dentro de mi archivo de rarezas
rememoro la lectura de libros
no aptos para niñas de diez años.

En el pasillo de casa de mis abuelos
recitaba la poesía mística
con voz desgarrada y trágica,
mientras la familia presente
ladeaba la cabeza pensando
que de París llegué con carromato
y no en cigüeña.

Charlatana sigo siendo ahora
y en particularidades aéreas
a veces en mi aprendizaje poliedro
pienso que sólo conocemos
las capitales de las grandes ciudades.

¿Y los pueblos?
Con sus riadas inocentes
que se pierden en la carretera
del mapa de los célebres nombres.

Así que no está de más
visitar la poesía rural,
del ayer,
de la biblioteca,
del mercado con ocas danzando
lejos de las luces urbanas de los apremios
y otros títulos
que impiden ver
la galaxia extraordinaria
de un bar maloliente
y un mozo, semilla de leves trazos,
bebiendo el primer verso
de la copa.

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