Lágrimas de cocodrilo.

Las manos, sogas.
Los ojos, semillas en cuello.

Si tus manos cierran las sogas
oblicuas a la esperanza,
si el ojo si-miente
atorada, en medio de la medianía
de un esófago de penuria.

Para qué hacer de la luz un dinamo,
de mi fuerza un vestido roído 
de Zara y monte.

En esta batalla que sólo tiene un recaudo,
al unir esta ceniza resultante después de la brasa,
apiñando las sobras para los perros,
y operar a corazón abierto en medio del salón
la numerología de los estómagos
de raíz, este tronco supurado
entre gasas, bisturí y obra y gracia
enfundada en guantes de látex.

Qué no me quiere,
y me lanza a la calle como una gata deseosa de selva.

Qué no me quiere.

A quién hablaba
de los dos,
a mí,
o a su engreída constancia de almendro.

Y lloré por mis muertos
mientras él pensó que lo hacía por su hueso clavícula.

Lloré un retraso de lágrimas,
los abrazos de mis hijos en vientres-almohadas.

Lloré por mi madre que desnuda su piel a la muerte.

Lloré por los niños en clínicas adoleciendo de enfermedades terminales
en sacos de coco.
Por la mujeres fumigadas y diente partido.

Lloré por Palestina.
Por la poesía prostituida y los senos capados.

La mano soga 
ensimismada,
vasos de vino esperando la transfusión correcta
con los ojos canicas abriendo hebra en el filamento de la carne
con un encefalograma plano.

Como una vieja costumbre
lloré porque me dio la gana.

Porque nos habíamos despedido muchas veces
e igual que el visionario de una película
de pupila comprimida de veneno.

De un juego sin reglas.



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