El paraguas

Nina Simone canta en el salón un himno al sobreviviente
de maremotos, de ataques químicos,
de
la
vi
da.
En un sábado plomo
con el jazz artillería dentro de este cuerpo luto.
Canta porque es el único pájaro
que habita con corbata en el reino de los desparasitados.
Para qué en la entremezclada sesión de cine
cuerda el reloj
la dramaturgia del veneno adiposo.
Y no pensaré en los asuntos pendientes
porque sería caer como una maldita roca
en la rampa de un garaje.
Ni por qué no estoy en este preciso informativo
a tu lado.
La razón de que el amor fuese
un guante desechable, una silla con respaldo
reclinatorio.

Si pudiera ahora recorrería la playa.
Y le pediría por enésima vez perdón a la pared.
Limpiaría mi sangre con tinta
y convertida en sepia cruzaría el mar
para besar los pies de mis hijos.

Has corformado una ruta, la estrategia voraz
en este canto afroamericano:
la piel que conoce el látigo en la membrana prodigiosa de su costa.

Mientras lees a Sexton con sus idas suicidas,
te das cuentas que los pájaron campan libres.
Qué eres radiactiva y que todo lo que tocas muere,
la baba, el bicarbonato, el escombro.

Simone clava sus dedos al piano
y veo mi piel negra como florece con el algodón
del papel pintado de los pasillos.

Veo los pájaros.
Y la vanidad. La esclavitud con trajes amarillos.
Simone canta, leo y verso.
Bailan las oraciones,
y me pregunto porque callé que te amaba
cuando bombardeaban Siria.
Y crucé la selva en un corazón de hierro.

Y si pudiera subir a esa avioneta
disfrazada de clavo, y arrancar las muelas al destino,
la rabia ya no mordería,
y mis hijos danzarían libres.

Libres como en la plantación
de un planeta
empeñado a dividir
la milésima parte de su iris.

Simone y el paraguas rojo.

Porque cantar nos hace libres,
cuando no podemos abrazar
 a los seres queridos.




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