Milán

Ser poeta no sirve
para del corazón borrar el nombre.
De las cosas que nos hacen daño.
Sobre todo si una vez
fueron remedio y vacuna.

Escribir hasta convertirme en una cebolla
y caer en el charco aparatoso
como las palomas
que tienen protuberancias.
Con sus plumas del color del desahucio.
Y que beben
la contaminación
de la carretera.

En un engaño de ciudad.
La de un farsante de pájaro.
El creer que el agua benigna,
la fuente de un mal bicho,
nacía del manantial.

El infierno se manifiesta.
Y las corrientes dejan fritas a las moscas.
No tener miedo y sin embargo temblar de sino.
Morir de sequía.
Y esperar el tumor
de tranvías agasajados de lociones solares.

En este violín que mira la noche.
Y los ruidos de casas abiertas al hueso.
De un mar que no piensa.
Y un poema que se clava en la garganta.

Si la vida era un desierto.
Por qué diste de beber.
Por qué pintaste la dalia
que sagrada luce el cristal
de los alcohólicos que ya no bebemos
ni una gota de ginebra.

Era un cartón reciclado
en la papiroflexia de un ave.

Que creía volar.

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