La frase degollada.

Tengo la fuerza exacta
de la presión de un ácaro y la caminata esquivando
señoras, que llegaron tarde a la peluquería con el tinte 
a medio hacer en un horno.

Ellas, acicaladas esconden las entradas
bajo sombreros de paja entre radiadores 
que pronto emigrarán
a los sótanos.

Como decir, que preciso el barbecho
y aventurar escaleras
en un suicidio íntimo de naipes
que llueven en el hueco de los ascensores.

He envejecido cien años y una soledad de plástico
cuando al izar el flequillo
observo la ola blanca, espumosa y deslumbrante,
del cano color de mis antepasadas.

Con él, se han secado las amapolas.
Los pechos menguan en una pera de tienda mirando al sol
sin clientes.

Esperma en paredes,
y manos culebras engendrando el deseo,
en esta casa de grietas
con un corazón que gotea a cada instante
el gato agujero
de ir pedigüeña
como una palabra que no tiene sexo
y se queda muda delante de la puerta de los retretes

orinando a cada instante caricias al aire.

La melancolía que me va matar
y el empeño en que ella haga bien su trabajo.


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