Predestinación.
El monzón hacía que diluviara con frecuencia
y cerca del pequeño café
en ese lugar tan estrambótico,
ella, salía cobijándose con los aleros
de los edificios que se aguantaban más por orgullo
que por su fortaleza.
Allí estaba él, el hombre del pañuelo,
con la fe que ella un día compartiría un trozo de paraguas;
observando desde la luna
y que amablemente le abría la puerta.
No era una mujer accesible, más bien estirada,
tosca y esquiva, pero, el hombre del pañuelo,
con la paciencia del cerezo, la saludaba con pleitesía
y le traía té caliente para aliviar el temblor de noche
que a veces habita dentro de los cuerpos.
Un día, ella accedió a que él la acompañara
bajo su parasol de lunares, e iniciaron conversaciones
que se dilataron en el tiempo la largura de una rama
con el número exacto de treinta y cinco frutos
Frutos dulces como los primeros besos
y una invitación a una cena que iba a consistir
desde ese instante a compartir el manjar del mismo plato.
Marzo caminaba y ella empezó a sonreír, con el susurro al oído de un cuento tibetano
que consistía en la la historia de un monje
que repetía un sendero que siempre le llevaba al mismo tropiezo
hasta que aprendió que la solución radicaba
en cambiar de destino.
Mientras convertía en mariposa sus brazos
él descubrió su cuerpo tatuado
y arrodillado
le rindió culto igual que a Shiva.
Un dragón verde de jade
en la mesita de noche,
custodiado por columnas de libros
era el testigo mudo de una occidental
que no sabía muy bien en que consistía la geografía del corazón
pero que nunca nadie la había
tratado como él, igual que la canoa que acaricia el lago
entre flores de loto.
Hoy ha nacido el fuego en sus retinas
achacando que la culpa era de la primavera, pero él, sabio dragón rojo,
le confesó que si hubiese sido otoño
lo mismo hubiera sucedido.
-Hay que cambiar el libro, el libro,
y sé que para ti no ha sido fácil.
y cerca del pequeño café
en ese lugar tan estrambótico,
ella, salía cobijándose con los aleros
de los edificios que se aguantaban más por orgullo
que por su fortaleza.
Allí estaba él, el hombre del pañuelo,
con la fe que ella un día compartiría un trozo de paraguas;
observando desde la luna
y que amablemente le abría la puerta.
No era una mujer accesible, más bien estirada,
tosca y esquiva, pero, el hombre del pañuelo,
con la paciencia del cerezo, la saludaba con pleitesía
y le traía té caliente para aliviar el temblor de noche
que a veces habita dentro de los cuerpos.
Un día, ella accedió a que él la acompañara
bajo su parasol de lunares, e iniciaron conversaciones
que se dilataron en el tiempo la largura de una rama
con el número exacto de treinta y cinco frutos
Frutos dulces como los primeros besos
y una invitación a una cena que iba a consistir
desde ese instante a compartir el manjar del mismo plato.
Marzo caminaba y ella empezó a sonreír, con el susurro al oído de un cuento tibetano
que consistía en la la historia de un monje
que repetía un sendero que siempre le llevaba al mismo tropiezo
hasta que aprendió que la solución radicaba
en cambiar de destino.
Mientras convertía en mariposa sus brazos
él descubrió su cuerpo tatuado
y arrodillado
le rindió culto igual que a Shiva.
Un dragón verde de jade
en la mesita de noche,
custodiado por columnas de libros
era el testigo mudo de una occidental
que no sabía muy bien en que consistía la geografía del corazón
pero que nunca nadie la había
tratado como él, igual que la canoa que acaricia el lago
entre flores de loto.
Hoy ha nacido el fuego en sus retinas
achacando que la culpa era de la primavera, pero él, sabio dragón rojo,
le confesó que si hubiese sido otoño
lo mismo hubiera sucedido.
-Hay que cambiar el libro, el libro,
y sé que para ti no ha sido fácil.
"...Puede que todos esos llamados poemas narrativos no hagan más que señalar lo pobres que nos hemos vuelto, y como, cual utopistas sin esperanza, vivimos para el final..."
ResponderEliminarSobre nada y otros escritos. Ed Turner. Mark Strand.