Arena entre los dientes, el té.


                                                                                  Si sabes preparar el té,
                                                                                 enamorarás a tu futuro marido.


El té árabe, fue mi primera escuela;
las beduinas llenaban
mis manos de hojarasca
y bajo un chorro
el elixir era lavado
con cada arruga de la palma.

Piel con piel, luego en la tetera de albahaca
la ahogaba en su foso y el pecado de la llama, la hervía.

Azúcar poco y a remover la cuchara
como las caderas que hacen
hombre al hombre.

Luego, mi mirada se convertía en desierto
y la hierbabuena
daba aroma a mi entrega,
con el balanceo del viento metálico de la raza
y la sencillez de la hoja.

En alto,
más en alto,
cada vez más altivo,
dirección al vaso besado.

Y las mujeres de henna, tumultuosas con sus cánticos
y dentaduras fluorescentes, exclamaban:

-Luisa, tú eres mora blanca, mora blanca.


Y entre carcajadas, agradecida guiñaba un ojo, 
les cantaba mora no, más que mora, frambuesa sin amor.

¿Otro vaso de té?












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