Petitgrís
"Cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, la rapidez y
apresuramiento de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin
precedentes. […] Ese es el hogar. Eso es la felicidad.
Herman Hesse"
Ardilla de mal agüero
que te escondes en el árbol de nueces con la histerectomía humana
y un salto desprovisto.
El impulso de la azotea al satélite,
de su piso al fuego, del arrojo a la cima,
a un poste porque el ciprés
que hipotecó la tierra
sólo yace en la penumbra de un instante.
Se ha convertido en leño
con el olor característico del verdor agridulce,
en la hoguera del cuentagotas...
E iniciar el camino a la óptica
que se ve en el desierto implica una caida libre,
libre de ataduras, sí,
pero, con el desconsuelo que te estampa
en una liturgia de comatosas presencias.
Ardilla con tu extremidad que ardes, y ardes.
Que parada en el muro que te separa del vértigo,
busca con los ojitos de balín
un pico donde sostener la ternura.
El miedo del comenzamiento
en la mascarada de un antifaz que desconoce
si habitas en una rueda molinar
o sigues la trayectoria de la barbacoa.
Encima de este alumbrado, igual que la urraca,
ambidiestra de tono (petigrís).
Ardilla que te lanzas y correteas
por el infierno vírico
de poses que te sostienen y tumban.
Por eso en mi cubierta, el ala, es la nariz que auxilia,
aunque la nuez que en mi garganta mora,
cenceña de vomitar recuerdos.
Siente brasas, que aún esperan las cortezas de una isla prometida.
Que en la grafología de su silencio,
pueblan alucinantes hongos. Igual que los puntos sobre la íes,
máculas saltimbanquis, costurera de espacios,
en el corazón que, capaz con su hiperactividad,
cambia de árbol teja y osa.
Sin mirar atrás para no caer.
Ar di lla.
Herman Hesse"
Ardilla de mal agüero
que te escondes en el árbol de nueces con la histerectomía humana
y un salto desprovisto.
El impulso de la azotea al satélite,
de su piso al fuego, del arrojo a la cima,
a un poste porque el ciprés
que hipotecó la tierra
sólo yace en la penumbra de un instante.
Se ha convertido en leño
con el olor característico del verdor agridulce,
en la hoguera del cuentagotas...
E iniciar el camino a la óptica
que se ve en el desierto implica una caida libre,
libre de ataduras, sí,
pero, con el desconsuelo que te estampa
en una liturgia de comatosas presencias.
Ardilla con tu extremidad que ardes, y ardes.
Que parada en el muro que te separa del vértigo,
busca con los ojitos de balín
un pico donde sostener la ternura.
El miedo del comenzamiento
en la mascarada de un antifaz que desconoce
si habitas en una rueda molinar
o sigues la trayectoria de la barbacoa.
Encima de este alumbrado, igual que la urraca,
ambidiestra de tono (petigrís).
Ardilla que te lanzas y correteas
por el infierno vírico
de poses que te sostienen y tumban.
Por eso en mi cubierta, el ala, es la nariz que auxilia,
aunque la nuez que en mi garganta mora,
cenceña de vomitar recuerdos.
Siente brasas, que aún esperan las cortezas de una isla prometida.
Que en la grafología de su silencio,
pueblan alucinantes hongos. Igual que los puntos sobre la íes,
máculas saltimbanquis, costurera de espacios,
en el corazón que, capaz con su hiperactividad,
cambia de árbol teja y osa.
Sin mirar atrás para no caer.
Ar di lla.
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