El edén

Los vencejos han devuelto a la lucha el espíritu
de los vocablos para nombrar el alquiler
de lo que no nos pertenece.
Regresan con el calor que después de las lluvias
ha sembrado su brasa,
un sol que tímido avanza sobre el verde
con inyectado color de sequedad futura.
La invocación en las autopistas
de coches de feria.
en las madrugadas de faroles rojos.
El agua de silicona. Los peces escondidos
en los periódicos.
El amor a la tisana con el beneficio de la duda
de aguardar el tiempo necesario
para brotar de nuestro propio pus.
Guantes trinando la mudez del pato
que de piedra adorna la fuente.
El rostro esquivo, el arco de la barbilla
que como un alambre sostiene al nudo ave.
Ese paso de retroceso
ante el prójimo en legítima defensa.
Con la sonrisa tapiada de papel
y la mirada tan inflamable
que el incendio arde autómata.
Tal vez lo que antes era un derecho,
un hábito ñoño,
se representa con la quimera
de algo tan sencillo como la lujuria de los amantes en un motel de Madrid.
Y la infancia,
que ha aprendido
en la bilateralidad del encierro.
Escuchando su voz desde la calle:

-Abuela, sal al balcón. Te echo de menos.
Y una mujer asoma su cabeza de alfiler
a la llamarada de la vida
como una rosa capaz de quebrar el asfalto.
Símbolo de aquellos que no quisieron
la plaga para sus descendientes.
Y lanza como un cóctel Molotov
el beso más sagrado del mundo.
Para derribar la sangre hecha del ladrillo.
de un niño que crece un poco más árbol.

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