Fin de obra

La travesía fue espantosa
lidiando nuestro buque con embarcaciones llenas de cadáveres.
Lunas flotantes de sarpullido
con la marejada soberbia
y los trapos adheridos al hueso.
Me consolaba con un rezo de escuela.
Cuántas veces puedo contar
hasta quinientos
y morder las uñas como un hongo
dentro de la lengua.
Luego llegó la calma
y el hedor a muerte se disipó
con las algas peinadas a las rocas.
Un faro era el único dios
presente en nuestro exilio.
Y la piel el mapa de un enfermo
bajo sus vendajes.
Descendí las escalinatas de la historia
y en el dique no hubo ningún ser
que aguardase mi llegada.
Eran hoyos sobre el asfalto.
O tal vez las piernas de chapa
que se astillaron con una espera fraudulenta.
Parecía un banco en el puerto.
Una lata de cerveza después de la ronda.
Un monumento de escayola
ante la voracidad de los que abrazaban
a la fe después del naufragio.
Lloré como lo hacen las hojas de los árboles
después de la lluvia.
E intentando borrar las imágenes
de los que no fueron rescatados,
dibujé un sol en mi mejilla
y me grité embudo hacia la tráquea
la verdad. Una verdad de yunque.
Y miré al mar por primera vez.
Para arrojar la culpa de lo inevitable.

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