Cobarde.

Nací un lunes, uno de febrero,
con los cristales fríos del hospital
y con mi madre dormida por la anestesia
que jamás dejó de administrarse...

El meconio
fue el primer charco
donde jugaron mis manos
y si tengo que recordar

que la obscuridad me daba miedo.

La comadrona
cobijó entre sus pilares mi forma
después de que el dragón-fórceps
me hubiese extraído de la ciénaga, de la cuna materna, del tronco-nido 
que escuchó los gritos de mi padre
antes que la lluvia.

La doula tomó el suero fisiológico
y sanó mis ojos,
y me abrió las fauces felinas,
y me ungió el ombligo
y bendiciendo mi coronilla morada
como las lilas del campo
de los golpes futuros.

Predijo:

-Amarás la poesía
sobre todas las cosas.

La amarás.

Y así son las cosas.

Por eso, las noches heladas en que tú me abandonas,
me acurruco en la posición fetal
y cerrando los párpados
pienso que estoy en el pantano,
y ya no tengo miedo de la obscuridad.

La amo.

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