Black Panther

Al bajar del tren, 
tengo la extraña costumbre de izar la vista.

En busca de unos brazos-ramas 
que aguarden el retorno; 
veo niños acelerados
en tropel agitando sus siluetas, 
escucho el sonido de los besos 
que cómo balas rozan la piel herida.

Y tras las gafas de sol, 
las pupilas se ocultan de la soledad, de nuevo, 
confirmando
que la escalera mecánica engulle 
la luz hacia la vuelta a casa. 

Soy una testaruda, la esperanza nunca viene a recibirme, 
es una Shiva de élite, 
que supongo invierte su tiempo en cosas mejores.

Y regresa el colibrí amarillo, 
de esa niña que en la puerta del colegio
se asomaba aguardando las manos abiertas
y sólo disponía del apoyo en un riñón que ya estaba muerto.

El colibrí amarillo, 
que prisionero yace en mi páncreas
y que ante un evento mira el móvil 
esperando que florezca y nunca dice nada. 

Por eso, cuando edificaron el muro,
alicatado entre mi corazón y tu cerebro.

¿Conoce el significado de la lapidación virtual?
Suele acontecer de un alma emparedada previamente.

Me derrumbé en miles de hojas secas de otoño, 
a pesar, de una ampolla de belleza
y de los tacones, salvadores del cielo. 

Me derrumbé,
cómo jamás lo había hecho, a una hora del recital 
y con todas las hormigas devorando mis palabras.

Y bajó un cuerpo que no era yo, 
y los codos se apoyaron sobre la losa marmórea de un bar
pidiendo un Martini doble, 
rodeada de turistas nacionales, bañadores 
y las huellas de sus pisadas de agua de piscina.

Y removiendo con mi índice el cóctel, 
bebí perdiendo el cetro de mi reinado
sabiendo que eso era una respuesta, 
un paso callicida hacia el desdén 
y el peor de los pecados.

Hay tantas formas de matarse lentamente, a base de poema, 
con el licor haciendo estanque 
para ser vomitado en un retrete con un jarrón.

Y los transeúntes del hotel
esquivando el pedazo negro de un vestido
abrieron las compuertas de las panteras.

Y tuneé la sonrisa 
pegando dos estrellas 
en mis marinas.

El colibrí amarillo
y yo.









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