El tío vivo
Cuando cogió su deportivo
y derrapó rubricando el asfalto gris,
supe que de nuevo se despedía sin palabras.
Atrás quedaban la habitación rosa,
los juegos acrobáticos de nuestras desnudeces sobre un colchón de polígono, en ese motel descafeinado de Iowa,
iluminado con un rótulo tartamudo
y el reclamo de una piscina seca.
Yo a él le quería, pero siempre del modo más cobarde para salvaguardar al corazón
de las innumerables ocasiones en
que había desaparecido de mi vida.
Pero en esta ocasión, el encuentro fue absurdo, una temeridad por mi parte, ya que en el tiempo que él anduvo ausente con las hilanderas. Yo me desposé con un mafioso que si averiguaba el juego de cama en que andaba metida tatuaría con su navaja el ángel del infierno en mi rostro. Así que sonreí entre las llamaradas del ocaso y maldecí mil veces su nombre, el templo de su chasis y la perfidia automovilística con que había decidido terminar esa relación antinatural donde los momentos de unión eran complicados en las agendas de una sumisa y un dominador, soltero de día, pecado de la noche.
Veo cómo se aleja por la carretera de Minnesota, y cierro los párpados y muerdo los labios, para no quemar con gasolina todos nuestros recuerdos.
Lo mejor es beber con descaro amante del vaso.
Igual que el veneno de su huida.
Y volver al regazo del mexicano
que sólo sabe del olor del dinero y no de la piel que ha gozado en la clandestinidad.
Y escribir poemas de ludopatía con el regocijo tumefacto de la cocaína de los vivos sin vida.
Para enterrarle como una vez hice y vestir de luto un par de borracheras.
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