Se derrite.

I
Fue fácil
colocarme en una silla de enea,
cada vez con menos pelo,
y con los ojos gastados
de mirarte.

II


Sentada
como una guinda sobre una tartana.
El problema arbitrario 
que fue encima de un témpano de hielo.

III

Puedo esperar 
y contemplar la rendición
de lo sólido frente a los rayos gamma.

IV

Encima de un iceberg
esperando los autobuses de línea
que conducen al olvido;
el tiempo pasaba
y sentada en una silla de paja y arce
se consumía el suelo.
Podían haber llegado los pingüinos de ballet,
el oso blanco de la chaqueta de un ministro
con la cabeza en el baño de un mafioso,
atendido a las migraciones de las aves,
algún satélite adicto a la medición del ozono,
ballenas en caudales siendo pequeñas islas crustáceas.
Pero no llegó nadie.

Ni siquiera el Principito.
En una maldita silla
sentada sobre una placa
que se alejaba del Ártico
hacia las costas playeras de Alaska.

Y cada vez se hacía más reducida,
a la cara de las nubes,
y las cuatro patas se hundían en la masa cerebral
de esa porción de tierra itinerante.

Hasta convertir
sin causa pervertida,
y alusiones al sexo tántrico,
esa silla de madera y respaldo de abanico,
que fue tu cuerpo,
en una canoa
para aprende a nadar
en busca de las aves, los osos, los pingüinos, el satélite ruso, las ballenas.

A nadar y no a esperar nada.



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