Verdelirio.

Se cree normal, pero no lo es,
cuando la noche blande en el despertar nocturno
y siente que una molleja late dentro del pecho.

Embutida dentro del laberinto
con tapa, la tos que la acompaña desde hace un mes y medio,
y no poder dejar en el remolque
cada uno de los remedios
que dan tregua al campo pulmonar.

Pienso, en el muso, y en el dolor callado que tose,
en las mañanas de la avenida
esquivando carros gemelares,
en el olor agridulce del bazar
con la incomprensión preñada
en una tienda que vende flores marchitas
y fruta con la metástasis del tiempo.

Le quiero enterrar pero no puedo,
lo arrastro cadáver en contra de la voluntad,
aún sabiendo que respira, le oculto el rostro
con un sudario de organdí.
Lo meto en el fango, allí, en el lugar
que siempre ha deseado morir, lejos de la pira,
con las larvas en concierto de Wagner.

Le lanzo hojarascas,
ruego que se desvanezca pronto en sustento
de árbol, le acuchillo irremediablemente
en recuerdo de acceso comprimido
más corticoide, más ventana abierta,
e imploro que sea devorado por el ocaso
en este bosque de cabeza
cuanto más le apaleo mi carne pinta morado,
y usted de vida se retuerce
para matar el amor
la cal viva.

En mi propia fosa.


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