La final
Éramos el summum del victimismo,
un compendio de traumas y de secuelas.
Nos pasábamos las jornadas con reproches
que representaban un deporte olímpico
que hacía de una vida, un calvario.
Íbamos por la casa
como plañideras de limón en los ojos,
en una competición
para ver quién iba a ser contratado
por una marca de élite
y lucir el palmito contra las correas.
Recuerdo la medalla de oro
a la escena más gloriosa y santificada,
cuando rompí un vaso contra el piso
y los cristales se convirtieron en estrellas del firmamento.
Descalza empecé a caminar sobre ellos
(mi dolor debía superar cualquier expectativa)
mientras los pies se teñían de mi sangre
en un juego macabro.
Te llamé para la salvación
de aquel estropicio malintencionado
y recogiste las sílabas en una pala.
Luego me colocaste
en una silla como a una estatua de una tragedia griega,
para sostener mis estigmas
y lamer los cortes con tu lengua
en busca de la autodestrucción, sanar.
La Copa, el contrato con Nike
y el puesto de honor fueron para ti:
"Tentáculo que escarba
a la rendición por el éxtasis".
Imagen de una obra de Magritte
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