Y no son de galletas.

Cuando los monstruos visitan mi casa,
sé que mi corazón amarrado a una vía está.
El tren lo cruza, y cada cacho de mí,
espera en la cuneta, adherido a un matorral;
en el asfalto cerca de la barrera.
Con la imposibilidad de coser ese engendro
del pánico.
Antes abría una botella de vodka del súper
y en el andén daba al latido una vida.
Ahora, que en esta dificultad
ni una gota calma el desamparo.
Aprieto el jugo de los ojos.
Cierro la espalda
a la velocidad del atropello.
Para ejercer de parachoques
a los pedacitos estériles.
Nunca se marchan.
A veces demoran su percance. Y me quedo en un crujido de sobremesa.
Hasta la próxima visita.
Porque ellos saben muy bien
dónde habito y tiemblo.

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