Añorada lluvia que cae en otra tierra.

El calor sofocante no da tregua, y es tan deliberadamente disparatado
que nos adormece e invita a beber de nosotros mismos

Ojalá lloviera
y toda la ciudad se empapara
como una fulana mojada por el semen
y los parques de residuos
notaran el oxígeno
en sus teces de musgo.

Las palomas volteando.
Los coches grises de chapa cándida.
Las aceras con su manto inescrutable
de polvorientos
y arneses que invitan a cruzar en rojo los semáforos.

La ciudad quema
en su propia herida
y sólo puedo exclamar dentro de mis intestinos
que ojalá lloviera,
que los truenos compitieran con los platos rotos,
y sanara toda esta sequía industrial
mientras los que vivimos sin aire acondicionado
damos vueltas en busca de lo incondicional.

Qué lloviera, y se mojaran los toldos, los torsos, las cabezas
y los niños cantaran canciones que nunca aprenderán
porque ahora enseñamos
la filosofía del olvido.

Una lluvia iracunda
dispuesta a exorcizar la calma de la letanía
que supone reptar a un final de verano
que no desea ser expulsado del paraíso.

Con relámpagos y goteras.
Con tus ojos mirando a los míos
para sentir el frío de las cavidades humanas.

Y llenar de sangre este vacío.



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