Drakkars y snekars.

I

El amor,
esa marca de bragas
que inventaron los franceses,
el habitante en los mandos de los coches
para abrir las puertas
y emprender el camino.

Oh, sí.

El amor.



II

He de decir que en esta descabellada contienda
que muero como la ortiga apretada en puño,
que al amanecer real de su ostentoso armamento,
caen todas las ciudades
que habitan dentro de mis carnes,
morada azucena de su monte abierto,

el recto sexo que engarza a la grulla, 
al flamenco
y a la cigüeña.

Triángulo almanaque
en que ya no opongo la resistencia urticaria
de lo que cura, mata...

Acaso no ve su señoría,
que vasalla le pongo los zapatos a su libertad de soga,
que diluir la retina
no olvidará el olor de los sexos.

Pájaro migratorio,
pájaro migratorio
y el pájaro, exiliada cuña
de condescendencia.

Trío avícola.

Porque cuando usted me folla
en su amago de libélula
siento todas las espigas del heno
meciéndose en cordilleras
que aún no han sido taladas.

La pupila dilatada de cada una de nuestras vanidades;
complacientes despropósitos
de envoltorios vacíos tras los estadios,
cerveza orinada y duendes a través de las pantallas
que se filtran tras los paneles
después de la cama.

Siento como el calamar lanza tinta
a la jibia, el sol rota y los niños
salen alborotados de los colegios
al timbre de la ballena.

Siento que esta unión
no se desliga y me convierto en proa de su nao vikinga;
masiva consumición
vendo mi poema por un puñado de su orgasmo.

Soy estuario.
Si, ente.
Entera.

Y usted la razón de mi silencio.


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