Le llamaban Allen.

Delante de la cafetería estaba estandarte
mirando como él le ensortijaba
el cabello en caracolas marinas;

ante la imagen cinética
y muda reencarnada en farola
viendo la dulzura
más sacarina de la repostería mundial.

Y empezó a diluviar.

Mi chubasquero era un vestido de flores ahogadas,
con mi maquillaje diluyéndose
como el té negro en agua hirviendo.
Del cielo caían sacos de agua,
avena líquida
que iba llenando mi foso
como una bolsa para el dolor de tripa.

Él la acariciaba.
Y muda frente al televisor
no podía hacer nada.

Ya había llorado lo suficiente en poemas,
y con el calzado yunque
caminé riachuelo hacia la casa, 
mi morada lila de malvasía;
y dejé atrás las luces focales de un bar
de dos personas que amaban
y una jardinera fue el pretexto de un concejal
para homenajear mi retirada,
en un charco de trozos
míos 
y de los besos usados a escondidas sin luz.

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