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Quisiera que el mirlo se equivocara
y que los árboles trenzaran al ramaje
para el evento, de la consanguinidad de las estaciones
donde la tierra se mezcla con el alpiste
y las playas emergen en dunas de gente en escarcha.

No sé a dónde vamos,
pero su severidad me estremece
en este silencio de sábanas mojadas, de besos rotos
por otros labios, cual guarece en prendido
de pelo.

Le hablo, con la taquigrafía de mis yemas
almendros en depósito de mis raíces,
y desconozco en que parte del mundo reside
ni que agua es la impía que colma la sed del errante.
Yo colecciono el recuerdo de sus ojos,
e invento su presencia
en pequeños paisajes
de ventoleras. Paso araña, con paso de noche
frente a su casa, y el abandono en cristal
mira a la calle, a los trances que ocurrieron
como una gasolinera que explotó sin previo aviso.

Y es que los corazones se volvieron locos, y éramos
demasiados en un bote que naufragaba
por momentos, se nos cambió el amor,
de cuerpos, de anaqueles, de liendres y otras osadías del hombre.

Y huyó, y yo me quedé como un jirón de cortina,
esperando lo que fue un avistamiento
y luego en café rancio se quedó frío
sin la esperanza del deshielo.

Se acerca el verano, y sólo un rayo azul, implora la lectura caprichosa
de la mujer que imposibilita a sus piernas que corran,
y como una dosis letal me suministra el poema
a cuentagotas, para que el cianuro escrito no prolifere en esperanza.

Y yo no sé olvidar, como lo hizo usted,
y ando vestida de mimo,
y decoro muros con mi lengua,
en una vida de tren   za, esperando con un rincón de espliego,
para coger un avión
y acudir a su vera  no.

Aunque no seamos los mismos.
Aunque yo ya no sepa nada más que lanzar piedras digitales
a un escaparate. Y espere la propina como el que se vendió por venganza.

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