Menaje de arroz lluvia.
A veces cobalto, y en otras ocasiones musgo,
así el río corbata luce la aguamarina,
el que usted y yo, podamos contar, con los dedos, los posos,
las tazas vueltas, el convertirse en una cascada de risa nerviosa,
mientras sus ojos son dos percheros
clavados a la espalda.
Tal vez la tregua, un tiempo imposible,
hace que los nidos cobijen amistad.
Siempre habrá aparatos electrodomésticos que nos vigilen,
lamparas suspendidas sin carnet de manipulador,
mostrando su sexo a nuestra manera,
lo suficiente, para que las casas se aneguen,
y salga a nado, hacia cortinas que desdibujan
unas manos que abrirían en canal su hermosura,
marquesado, y es que no hay un rincón de su cuerpo
que no sepa ya la forma de la aurora, igual que usted encendía mi noche.
Me conformo, con la sed, me conformo,
con el vínculo de manzano,
brotando sidra.
Ni imagina la felicidad,
cuando le veo restablecido poniente
arrasando en marejada el pistilo.
Cebada de su hombría
revuelta de ganas, la culpa la tienen sus muslos,
el pecado de la forma del tejano,
la luz artificial, el hedor de la estufa.
Pero, quieta y muda, pongo compuertas al mar,
finjo el silencio del bosque,
y guardo las palabras de amor
en una pulsera, duermo
y muerta parezco otra taza del mueble
igual que la vida de vuelta.
así el río corbata luce la aguamarina,
el que usted y yo, podamos contar, con los dedos, los posos,
las tazas vueltas, el convertirse en una cascada de risa nerviosa,
mientras sus ojos son dos percheros
clavados a la espalda.
Tal vez la tregua, un tiempo imposible,
hace que los nidos cobijen amistad.
Siempre habrá aparatos electrodomésticos que nos vigilen,
lamparas suspendidas sin carnet de manipulador,
mostrando su sexo a nuestra manera,
lo suficiente, para que las casas se aneguen,
y salga a nado, hacia cortinas que desdibujan
unas manos que abrirían en canal su hermosura,
marquesado, y es que no hay un rincón de su cuerpo
que no sepa ya la forma de la aurora, igual que usted encendía mi noche.
Me conformo, con la sed, me conformo,
con el vínculo de manzano,
brotando sidra.
Ni imagina la felicidad,
cuando le veo restablecido poniente
arrasando en marejada el pistilo.
Cebada de su hombría
revuelta de ganas, la culpa la tienen sus muslos,
el pecado de la forma del tejano,
la luz artificial, el hedor de la estufa.
Pero, quieta y muda, pongo compuertas al mar,
finjo el silencio del bosque,
y guardo las palabras de amor
en una pulsera, duermo
y muerta parezco otra taza del mueble
igual que la vida de vuelta.
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