Sertse

En mi familia ucraniana, el abuelo Anatoliy brindaba con un peculiar sortilegio:

-Recuerda la cicatriz que tienes en el corazón.

Esta afirmación, en medio de las celebraciones, era un modo poético de evocar que las afrentas permanecen escondidas y de que jamás la historia de un pueblo debe olvidar su pasado.

La herida con el tiempo se afea, asemejándose a una boca mal cosida. Una cicatriz que duele cuando se acerca la nieve y que pica cuando el calor se deja ver a través de la luz de los árboles.

Mi abuelo Anatoliy murió hace años, y mi padre continuó con la herencia de proclamar en cada fiesta el dolor mudo, pero, que sigue más latente que nunca.

La presión mediática vaticinaba un nuevo conflicto y en ese estado de shock, desconocíamos la magnitud del éxodo que íbamos a protagonizar todos. No sólo mi familia, también, los vecinos y  hasta la gente que ni siquiera sabíamos que existía.

Mi abuela, envuelta por el halo de un pañuelo oscuro, se negó a abandonar Kiev, aludiendo que quería morir donde yacían sus ancestros y su amado esposo Anatoliy, el cual, luchó por la libertad de nuestro territorio y nos inculcó que los perjuicios conceden marcas que permanecen ocultas.

Caminar sin descanso, abandonando nuestra vida anterior  y a los que decidieron aguardar el ángel negro del silencio entre los escombros; me sumió en un letargo de tristeza, donde llorar se hacía imposible para proseguir, con todas las fuerzas, una ruta que pronto se transformó en una diáspora hacia la frontera polaca.

De madrugada, el cielo se iluminaba con un estallido azafrán y los niños anudaban su frío con un manto de desesperación en un mundo que, quizás,  pueda evitar el desastre y se negocia en mesas lacadas de roble y sangre humana.

Ahora, no tenemos ni un techo llamado hogar, y cargar el móvil en medio de un bosque puede resultar una ironía del siglo XXI. Los soldados nos saludan, y algunas mujeres decidieron unirse al frente.

Lo que más se añora es el abrazo, pues, nuestros cuerpos se han quedado gélidos por la incertidumbre que supone huir y no esperar a la muerte como el héroe de una novela, con esta cobardía que te engendra tatuajes subcutáneos, cada vez que el convoy informa la noticia de que Kiev es un vertedero al antojo de los misiles.

A pocos kilómetros para salir de nuestra patria hacia el destino de ninguna parte. Cuando el primer puesto de ayuda humanitaria nos ha servido café, he mirado a mi padre, como un cachorro destetado de su madre, y le he dicho:

-Recuerda la cicatriz que tienes en el corazón.

 

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