Mimosa

La mimosa daba un cobijo ocre 

con su primavera que nevaba sobre el comedor. 

Los árboles en cierto modo

en nuestra vida han ejercido una misión extraña;

han sido guías como pájaros arrancados de la tierra

que hablaban con el descaro de sus frutos.

Supongo que su hermosura

resplandecía tan solar que poco importaba la fragancia agridulce

que avisaba de indigestiones y calambres.

Envueltos en mallas de espectros,

de troncos que situados en esquinas observan la leñada.

Y elevan  a los osados capaces de enredar 

su nido 

entre las ramas del procesador.

Todo este enjambre, es para dar cabida al recuerdo en un soto

de piezas y enseres,

para avivar el pensamiento de los que sin estar, guarecen

los vasos solitarios de los suicidas, los canales únicos de residencia,

la gamba decapitada y la conversación con los tabiques.

Que alegran y purgan

pero que nos hace sentir más personas que máquinas.

 

Recuerdo el arco de la mimosa

que con sus extremidades adornaba de bolas amarillas

el mobiliario y los huecos de nuestras maderas.

Parece que mi Navidad niña

vuelve a viajar con el émbolo del café.

Con el aprendizaje de amar

a pesar del espejismo de los bosques

a través de los objetos.


 


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