Sabina tenía razón

Cómo un perro abandonado en la calle
deambulando por la gasolinera
con la cola extraviada y la lengua
igual que un fleco desprendido
y doy coces de burro
y estiro las piernas y me convierto
en un semáforo absurdo. Y en las aberturas
se cuelan papel de impresora
con la galería pletórica de bolsas
y trozos de cartón lastimado,
como un gran panteón familiar de restos
y botijos. Mi abuela me enseñó una cosa,
o quizás me lo contara en sueños
mientras dormía en una puta noche de estío.
Cuando te lanzan al vertedero, y es testigo
la noche cruzada de las almas,
y el cansancio se viste de chaleco mata-vidas, la bolsa cae en picado, y eres carne picada, tus últimos ahorros
eran cuatro besos y una caricia de pago.
Y los zapatos se ausentan, y lo que más amas, de repente, está ocupado depilándose
el vello de las cejas. Y no tiene tiempo
para el can lastimado, si la vida
no es una película de Walt Disney; la botella
de oxígeno aguarda, sabe a ginebra
y a madrugada de perro abandonado en una ciudad que no conoce.

Y cree que morir será demasiado bello
para una noche de estrellas caídas.

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