La mirada llena de melocotones.

Y esa donación de la que farfulla el poeta,
no concebirá el virus que atente
a la locura de saberle, en cada momento de onda,
de tener las manos plenas y sentir las dagas ocultas
tras el pecho, y notar el corazón brincando carpa
por las sábanas, solicitando a santos y a demonios
que mis tobillos no anden, que mi boca no quiera beber
del veneno que de su hombría emana.

Postrada a la merced de las sanguijuelas
en esta tísica esperanza, del fragor de los árboles
floridos de su torso, de la palabra enervada
que crece hacia el infinito, de que bajar al infierno
y cuartear con losetas mi alma
es mejor que rendir tributo a su entrega.

Y qué puedo hacer, de este seísmo,
que derrumba todos los acentos de mis poemas,
de esta ansia de consumación
para luego barrer la vileza,
al ser un peón para un coleccionista.

Debe creer que este mal
no se porta de un modo extensible.

Duele, y de qué manera.
Para comer de su cuerpo, aunque sepa que al  alba
olvidará el nombre, y moriré de inanición por las calles.


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