Sayonara Cohen.
El vacío de un sombrero, junto a una taza (que contiene el pigmento de la tierra)
sobre la mesa de mármol aguardan
al poeta que no regresará esta noche
porque los trenes chocaron contra los márgenes
y los aviones perdieron sus alas
transformando las sangrías en orugas rojas
con la pretensión de que la voz regrese
a la trama de organza que detrás del visillo
transparenta a la mujer, número 451.
El café helado, en la espera impaciente de los lentes de la lluvia,
pétalos de microscopio,
pinceles en los lienzos de los pintores locos.
Leonard, cohe-xistes como el fantasma de la ventana opaca
que se encierra con la caja de música
que bailan los trajes olvidados en el armario,
que anhelan los versos de los trazos ácaros que no encontrarán la salida.
Este garabato que lleva la muerte sin ojos,
en la atrocidad de expoliar los siglos
de la verdad cantada para que no la lleve nadie.
Buscando en la cabeza, en la armadura de un ente
que ha caído en las zanjas del tiempo.
Una taza fría, una chaqueta mal colgada en hemiplejia
y la mirada turbia del cielo
en los charcos del extrarradio.
Morir, cuando se mueren todos un día u otro.
A 50.000 besos de profundidad.
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