La puerta pendiente se ha cerrado.

Éramos jóvenes
y mi idolatría era exacerbada
a uno de los chicos más listos de la clase.

Aceptada en su grupi-toga,
era una chica desgarbada
de pelo corto,
con ropa holgada de hipermercado
y unas gafas de cristales sin reducir
que parecían 
una mutación cilíndrica;
inmersa en póstulas afirmaciones
de política, religión y posibilidades
de existencia de vida en otras esferas.

Lo único que sentí hacia su persona
fue una admiración absoluta
y la nada más existencialista, por eso,
cuando lo encontré
después de tres décadas,
la decepción fue mayúscula.

Me acerqué vital
a su persona, dispuesta a que me contara
todos sus logros, pero él,
en vez de saludarme se plantó
como un escudo cósmico
su anillo de casado en medio de la cara;
fue como si hubiese visto a María Magdalena satánica
en una plaza pública y le hubiese
pedido la hora.

Su ironía hacia mi persona,
lejos de menguar, fue constante
e irreverente.

Fue inútil, con aires de líder de secta
evadía mi conversación con un sarcasmo
del nivel  máximo de catones.

Era como si fuese un peligro para él, 
claro, me habían crecido las tetas
y una mujer inteligente no corresponde
a la obra ejemplar del Conde Lucanor.

Después de tres intentos fallidos
de conversar como personas adultas.

Literalmente lo mandé a zurcir calcetines,
colchas, manteles, coderas.

A zurcir toda una comanda
de trapos y banderolas.

Rodillas de chándal, y vaqueros en la parte 
de las posaderas.

No me trató bien con su evasiva dialéctica.

Yo no quería follarle.
Yo sólo quería
escuchar
que había hecho en los últimos treinta años.




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