Carta abierta desde el corazón de mi amiga Lola Almeyda.
Lluïsa Lladó y su
fábrica de azulejos.
He
abierto el libro por una página cualquiera, al azar, como suelo
hacerlo cada vez que abro un libro de poesía. Me gusta hacerlo así
porque no hay que atenerse a la lógica de un relato, porque me gusta
la sorpresa de descubrir en los primeros versos el impacto que causa
el escalofrío de la primera emoción o la bofetada fría de la
primera indiferencia.
Azul-lejos.
El título no me llega con fuerza, las primeras impresiones son
importantes. Conozco a su autora de leer algunos de sus poemas en una
página cerrada de poesía que compartimos. Hay veces que me asombra,
me desconcierta, me plantea un interrogante que se me queda clavado
de forma permanente durante un buen rato. Estoy acostumbrada a esos
impactos. Estoy hecha a columpiarme mientras hago algunas reflexiones
alrededor de sus versos.
Mientras
leo sus poemas procuro desligarme de su rostro, tratar de ignorarla.
Desconocerla del todo. Si ella no tuviera esa sonrisa ni ese hoyo en
las mejillas ni esos ojos pícaros ni ese pelo corto y rubio pintado
para disfrazarla, diría que no es ella quien escribe estos versos,
quien describe esta vida paralela, quien se ensucia y se moja y
sacude las suelas de sus zapatos antes de entrar en la casa, creyendo
que al mismo tiempo sacude las cenizas de su cabeza y se libera de
los miedos, de los achaques de la felicidad ficticia, de ser hija sin
madre, madre sin hijos, amiga sin amigos.
Lluïsa
Lladó. No sé quién es Lluïsa. Trato de descubrirlo, descubrirla,
y me da miedo penetrar en ella. Creo que nos engaña a todos y buena
muestra de esto son sus versos. Nos engaña porque aparenta ser
superficial y nadie que escriba estos poemas puede serlo. Nos engaña
porque aparenta ser diablesa y nadie que haga estos versos puede ser
diabla si antes no es demonio y se ha cocido en las llamas del
infierno. Nos engaña porque nos enseña una sonrisa angelical y
nadie puede ser tan bueno como para parecer ángel y demonio al mismo
tiempo.
Leyendo
la poesía de Lluïsa –esta, la que desconocía, la que viene
impresa en el libro-, tengo la sensación de estar ante alguien mucho
más vieja que yo, que pretende ocultar lo que sabe, lo que conoce
más que por vieja, por ser sabia. Cuando comienzo a leer sobre la
letra impresa en los azulejos de este muestrario, voy recibiendo
mensajes, llamadas, gritos de atención, avisos, timbrazos. Me está
avisando de algo, me está citando a un aquelarre en el que solo hay
evocaciones, invocaciones, advertencias. “Ten cuidado -nos dice-,
no me dañes, que soy un animal herido y necesito caricias”.
Y
cada vez que abro el libro por una página cualquiera está ahí la
llamada, el toque de atención. Yo creí que conocía a Lluisa, pero
me equivocaba. Ni la conocía a ella ni conocía sus versos. Me
atraía su libertad de expresión, su mundo desconcertante y
luminoso, las ráfagas de indisciplina que veía en su poesía, las
referencias esquivas con la realidad, las notas arrebatadas de
optimismo que caían más tarde, a través de un solo verso, en la
más absoluta adicción de soledad y abandono. Creía que todo
dependía de su estado de ánimo, de los hoyos de sus mejillas o de
la intensidad del rubio de su pelo. Pero me equivocaba. Quizás todo
se deba a sus largas conversaciones con un dinosaurio, al amargor de
los nísperos celosos, a la incesante búsqueda del estornino que
quiere imitar el canto del ruiseñor, a sus preguntas, a sus
respuestas, a sus latidos, a sus olvidos, a sus deseos, a los tres
lunares de su espalda, a la inocente meditación de esa suspendida
queja: “si supieras…”
Lluïsa
Lladó, Azul-lejos; he leído su libro con ansiedad después de
haberlo comenzado casi de forma distraída, hojeando los poemas
ejerciendo una función alternativa, sin premeditación ni alevosía,
creyendo que sabía lo que iba a encontrarme. Y he terminado comiendo
ávidamente cada palabra, paladeando cada emoción con ansia
devoradora, como aquellos niños agraciados con la onza de oro en la
película; solo que aquí Willy Wonka disfrazado de Lluïsa Lladó me
da una lección enseñándome a disfrutar del auténtico sabor del
chocolate en forma de poesía rotunda y contundente.
“Escribo
porque es la única manera de poder amar” dice Lluïsa comenzando
su poemario desgarrado. Y yo le diría: “Te leo porque es la única
forma de conocerte”. Quizás esté equivocada, posiblemente, pero
me ha hecho ilusión creer que descubría a una mujer a la que desde
ya admiro a través de su impresionante muestrario de azulejos.
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