Uno de noviembre
Raíces sumergidas en agua
forman el cordel de cera
de las ánimas.
Tengo a mis dos padres bajo sepultura:
el primero me enseñó a sobrevivir desde niña;
el otro, un buen hombre y músico virtuoso,
trajo la primavera a un infierno,
la protección en los días de la lluvia radiactiva.
Mis hermanas muertas.
Mi infancia arrasada por la onda de choque
de crecer bajo farolas
de estambre de bombilla:
los polluelos en fábricas,
para ser convertidos en prensa
de nuggets.
Y una aprende a vivir
cogida de la mano de la muerte.
Y la besa en los labios
porque la parca es celosa
y celosa trama cuerdas
que impíamente me ahogan.
Aprendí a venerar fotografías.
A prescindir del abrazo
cuando las nevadas cubrían de roña
la esperanza
y mi cuerpo tiritaba
en una morgue.
Dicen que tengo suerte:
no existo en una estadística
y confecciono crucigramas
que lloran lágrimas negras.
Ayer, por la calle, adornada de seres
del inframundo,
recé un pequeño poema.
Flores ajadas que, sumergidas en mi corazón,
lucen en las tumbas
de los que aún amo
y me visitan cuando duermo
como ángeles de sal.
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