Querido Quevedo
Quizás regrese a esta tierra,
convertida en polvo de nácar.
En una bolsa, matria medusa,
que arrope un silencio vespertino.
La verdad, no me da pavor, tener la esperanza
de que el monte de piel y ramas
sea un puño de arenisca.
Dormir, por fin, sin la cizaña:
aquel eco del ancla, crucifijo de mi pecho,
en una mudez que reconforte la molienda.
Es lo único que alumbra el camino,
con la tos por desquite,
y el vértigo ajeno de un futuro
que vira en una bola de cristal.
Por eso, saber que un día
la sombra transitará en el murmullo
de las raíces que me auspiciaron
significará una felicidad titánica,
aunque yo no lo vea,
aunque yo no lo sienta.
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