Litúrgica
Cada mañana, al cruzar la ciudad hacia el Apeadero de Betxí, una explora una fauna matutina muy especial. La carretera, ahora, está más despejada, y los patinetes eléctricos campean con la anarquía de una descarga entre márgenes y contextos.
Es habitual topar con trabajadores en el quicio de los caminos, aguardando el coche de turno que los recoge, directo a las fábricas.
Y en esta rutina diaria —donde las casualidades no existen—, me fijo en el precio de la gasolina que parpadea en la estación de servicio, con nombre de supermercado. Ya no deslumbra el sol, que ha iniciado su retirada en pequeños minutos hacia el tiempo.
La radio es mi fiel compañera y, a veces, me enfado cuando viene el listo apretando el acelerador, ajeno a lo que desconoce: mi liturgia laboral, donde indago en lo que, exactamente para mí, significa poesía.
La arruga en la piel de los jornaleros, las urracas, las obras faraónicas del tren, el verdor del río Millars, la gente que iza sus brazos al estandarte de la vida. Mientras, una moto me adelanta igual que un ángel que hubiera visto al demonio.
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