El símbolo
Los colegios, en verano,
se convierten en estatuas de cera,
impertérritos bloques
con los despojos del silencio.
Las verjas herméticas
atravesadas por la luz del día
y algunas plantas rotas
por las últimas lluvias.
El todo, en una conjunción deshabitada,
de la unión omnipresente
de las gaviotas, de los palomares,
de los puñados de hojarasca
y algunos papeles entre los escombros.
Timbres afónicos, el eco-extintor
de los niños del patio.
Un vergel de recordatorios
en la penumbra de sus paredes.
Este año, en que alguien olvidó
apagar el interruptor de una clase.
Desde esta casa observo el aula
y la morfología de sus enseres
fotográficamente detenidos.
A principios del verano,
pensé que era el resultado de un despiste
o de una frugal visita.
Pero, han pasado los meses
y la nocturnidad hace que resplandezca su belleza,
como una nave blanca,
en medio del campo.
Las sillas, sus paredes de historias,
los enseres, el embiste pródigo
de unos ojos que observan desde la distancia.
En ese espacio, que corona el mausoleo,
la resistencia se erige
contra la ignorancia y la alienación.
Busco fantasmas,
litigio con su factura eléctrica,
reverbero su magnificencia.
La enseñanza siempre gana a la oscuridad.
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