Petraeus

Las cinco de la mañana,
y el dolor es tan intenso
que me he puesto mi chaqueta del abandono.

Lleva capucha, y va forrada de pelo sintético.
Parece que te envuelve.
Que te abraza.
Que te susurra palabras
en su inmensidad textil.
Es vieja, descolorida.
Una abuela chaqueta.
Llevo horas con un dardo atravesando
la selva de mi rostro, a la espera caza
de tomar otro calmante.
Y en este alba de gárgaras
y apatía. Vecinos abren los ojos
en el edificio, con las luces de sus habitaciones.
Ruidos de puerta. Y yo ataviada

con una prenda que sustituye
el calor de los que el insoportable
posparto de muela te deja frío.
Te deja indefenso.
Mermado. Con un aguijón
y sentada para no ahogarme
con mi propia sangre. Miro de reojo
la paz ridícula que me da un abrigo.
Y un medicamento que media
entre el infierno y el armario.
Son casi las seis de la mañana
y me duelen tantas cosas
que mi chaqueta y yo.
Nos apoyamos siempre en los gabinetes
de cristal de las terrazas sin protección.

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