carta egipcia

Estimado Percival:

  Las alondras sin pico perecerán de inanición y en el pecho, un clavo, va haciendo cabida con la gota, que en tortura cava silenciosa a pesar de los bailes y de las azaleas. Los perros famélicos ladran en las cocheras soñando el despiece del jabalí entre sus fauces, y los cueros al sol tímido se secan como la esperanza de que un ayer hubiese sido posible. Mi tez amarillea de la bilis que bebo con gusto para no demorar mi marcha, acaso, usted cree, que llevar calzas de cuarzo, alegran el alma, puede, mi corazón remontar la distancia de sabernos tan cerca y que la sensatez cortó con el bisturí en mano, para evitar desastres mayores.

 Las alondras que sabrán ellas de mi desdicha, que sopesará la tierra húmeda con bestias de colores, sierpes, piedras y caracolas, que Ofelia vestida de Reina no es más que una mendiga, y que implora el perdón por arrojar la sal en la hebra, cortar su nunca cuando dormía y a navajazos destripar su melena,
para en  los momentos en que la botica no hace efecto, ser el alimento de los males.

 Las alondras Percival, pitonisas de un sino adverso, que nos ha mutilado, que han hecho caer las estrellas dentro de una vida de papel de envoltorio. Yo no sé si usted piensa en mi persona, en esta brújula loca que da vueltas ignorando sus lunes. No sé y sí lo saben las alondras, del estupor de mis ojos que le miran en otro cuerpo, en la desfachatez de las guerras, el brillo de las cucharas en los comedores sociales, la guillotina aguardando mi vena. De qué sirve el mar en calma si una yace en una nao en llamas, esperando verle aunque sea un minuto de minuto, un gallo de espuela, una tos de nuez, un suspiro de pan con leche. Verle para que usted, Don Percival y sus marionetas, naden una vez hacia el olvido.
 
   Ilegible para la eternidad.

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