El malabarista que arrojó al suelo sus bártulos.

No ha sentido alguna vez
la flexibilidad de los momentos de los tubos naranjas 
que oxigenan al butano,
o la rigidez, de los milímetros en las reglas
para medir el corazón de las personas.

Ese abatimiento del ala metida en piedra,
como una luz cegadora
que impide leer la quiromancia del vino,
del desbordamiento del embalse
que en ola avanza
hacia citas que nunca mojan la interior.

Y ha desprovisto los anteojos al miedo
y ciego ha avanzado hacia el hilo de una navaja
que abre la piel madura en cronología
para recoger los cristales
de los amores que a quemarropa
descosieron las etiquetas.

De los que no aprecian
la maleabilidad de las palabras.




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