La tierra del fuego.

Comedida manera de ensortijar las cosas,
de ser un hueso de rótulo a la intemperie de las cordilleras,
puesto en fila.

Lamo cada una de las costras
y una bola crece de pelo del poema.
Frustrado apaleamiento otoñal desconociendo si de mis vértebras
nacerán las uvas.

Este cansancio que ni con terapia se desaloja.
Este edén de fotogramas, y aros que cuelgan de mi piel
como si fuese una cortina de Ikea.

Remover el café con la lengua
y explotar en mi expansiva melancolía, la retórica de Sartre.

¿Qué prefieres Luisa un amor que dure, o un amor que arda?

Y cerré los ojos, como el que solicita la hora antes de ingerir una medicina.

Cerré los ojos, y pude contemplar
la mordida carmesí de las amapolas,
el maullido con el hombre que siempre me esperaba de espaldas.

La bolsa del té macerada en mi niñez corriendo a través de los trigales.
La fugacidad de los que amé y murieron.
El parto cometa de mis hijos. 
La primera imprenta en el D.N.I.
La mancha sobre el vestido nuevo. 
Los pies que pisaron Polonia.
El último sorbo del café de mi madre,
los tejados, las caricias,
la velocidad,
el ritmo,
la perforación del lóbulo,
el poema gestante.

Y al abrir los ojos, dije:
 El amor que dura.

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