Primer día de clase.

Cuando viene la visita,
y nos convertimos en salvajes costumbres
y las puertas bostezan
y mi estado de emergencia
se cuela por las rendijas
como el agua del alcantarillado
y la humedad creciente
entre las pieles de los naranjos
va lamiendo el azogue;
la mediana de las autopistas desaparece,
las glorietas acaban en salmo
y todo ello puede parecer un proceso de cierre
por inventario capilar.

Tu boca, reliquia,
de silueta en caballo a sintonía
con los autobuses que frenan
para no atropellar a la petunia
y que escriben poemas
en el asfalto de modo ilegible.

La visita que me obliga
a renunciar a la adjetivación explotada
de decir que me siento como la tela rasgada de Verona,
la roca vuelta lava, apertura de abismo
que hambrienta espera tu miembro
para entregarnos a la barbarie. Las fotocopias enloquecen
en las impresoras de los rascacielos,
para levitar pájaros en los parques de bomberos que se quedan a oscuras
y todos los folletos
de los buzones que son cartas de amor dirigidas al Telepizza.

Siento que en cada visita
desconozco mi camino,
y en cambio, tú, experto en  materias explosivas
sabes donde lloverá cada piedra.

Me dejo palabra, entre la sabiduría de tus dedos
y en la anarquía soy tuya en cada una de las entradas
de la alcazaba. He sentido la migración, la espora, la célula dividida,
he sentido la precariedad de morder la lengua
en ambulancias que vocean: Te amo. Te amo. Te amo.

Y lacaya de tus fantasías fantasmas,
he pedido:

-Escribe un poema que lleve mi pistilo.

Pero es absurdo, cae al vacío el eco estambre
y rebota contra un colchón en reiteraciones erógenas
de nuestros terremotos sísmicos.

Qué galimatías, cumplida tierra,
pues ayer, en el reflejo de tu pupila
pude leer el primer poema.


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