Grisácea verdura roja.

El juego, sí, todo consiste en una organización de elementos planetarios,
y a veces gano y otras, más que menos, pierdo.

Soy su balón acrobático entre sus genitales,
y prefiero andar con el aire que venza al rostro;
comprar un kilo de peras o melocotones 
mirando a la señora de las orejas deformes, por ejemplo,
que adorar al tothem Internet.

Es inevitable que me ensucie los pezones
y que la arena plagie mi piel, en un Villaroy
donde la pechuga soy yo, sin voz, de un  lado a otro rebotando.

Estanque de carpas doradas
que alimentan y remedian la sed sexual del pequeño gran dios
que es un torbellino lleno de electricidad,
negativa arcillosa y nubes de neón
con excesiva carga positiva.

Me rindo, dimito, del papel de folleto de hipermercado,
mi vagina ya no está de oferta:
en los mercados siempre hay sobras suficientes
para los gatos hambrientos de tu estómago.

Aguantar..., apagar el fuego de una tropopausa,
del bosque de tus exquisiteces,
y aún sabiendo que poseo el orgullo de la  guerrera celta
me dejo devorar por esta llama humareda
de no poder resistir que el día vuelva a ser estrella,
para conversión del peón en almanaque.

No compito.
Se acabó el recorrido.
Haz lo que la hoz sin mago,
para con los zapatos rojos correr en estampida hacia la selva.

De qué sirve dar tanto amor, si los balones no pueden dar amor,
y entre sus manos soy la masa de pan de un capricho mallorquín

Qué fácil es abusar del viento a la hoja
todas sus esperanzas de ser alas de libélula.
No quiero  pernoctar al lado de la reina en el tablero
como en una balda que yacen tres botellas de gel 
siendo yo la torre sin soldados.

Y devolver a casa des me nu za da.

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