Do not disturb.

Cuando se baja el telón
supongo que es de un interruptor Made  in China,
accionado por una mano con guantes.

Se hace el silencio y las luces 
se vuelven los flashes de este centro comercial
que agoniza la última campaña.

No hace ni ciento ochenta minutos
una chica de Nigeria fregaba la baldosa
que podría contar la historia de cien zapatos
y todas las papeleras están a punto de cambiar su destino.

Palomitas florecen en la tapicería del cine.

Rostros de color limón 
hacia vehículos mata-sueños.

En las catatumbas, los establecimientos
van cerrando sus bocas con dientes de metal,
en busca, de la ortodoncia exacta
de equilibrar el vacío
a una hora de haber sentido miles de entes
corriendo por sus cañerías.

Se estira la cadena; los ascensores sopesan el vacío
de conversaciones de caras, de amantes de parejas erradas
y carritos de compra con cena de crisis.

Habrá un pañuelo olvidado en la baranda, 
y otro motor de aire acondicionado
duerme tras otro apagón, 
después de monedas y alguna risa sujeta a un cigarro.

Hoy, descanso dominical de mecano, se siliconaron los muelles
de los colchones y la rodaja de pescado no encontró dueño.

Un click acontece, 
y faros de coche,
expulsados del paraíso,
de los aparcamientos subterráneos hacen 
que no vaya quedando nadie, 
a excepción de los de siempre y algún fantasma.

Entre las plantas de plástico y un cielo que cobija
la nave espacial de cartones y talla treinta y ocho.

Próximo festivo cerrado.







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