Esto no lo cura un antigripal.

Nunca de la cuchara dudé, que eras el tenedor,
el zapato izquierdo de mi diestro,
la oreja roja de la oreja que no escucha,
el latido de mi tos,
y el resfriado de la anatomía cardíaca.

Eres y serás
para el fin de mis desdichas
todos esos salvajes juncos
que mecen cuando aman escondidos
los amantes entre sus piernas.

Me acordaré tantas veces de ti,
cuando truene mayormente,
cuando la lluvia patine sobre los tejados,
las antenas móviles
de los paraguas recibiendo la señal perdida
de mi nueva actitud frente a tu inicio de fuga.

Si sabes que soy sodio
adherido a la soledad levitada,
por qué no llenas un dedal de este desquite de nube
y te atreves a beber de la vida.

Queda tan poco tiempo.
Sabes lo que voy a demandarte.
Lo sabes tan bien, como las americanas que son sacudidas
antes de fin de año,
el verano de los locales en invierno
con los grados tímidos en vaso tubo
y un acordeón en respiración asistida.

Fingiré que no te amo,
y me despedazaré para los perros.

No tengo voz, no sé cantar.

Sigue la miga de pan
y hallarás el canto de cien pájaros
anidados en mi corazón cantante.

Porque hasta el chirrido de frenos
es música.
Ahora anacoreta
recorto flores y pego campos en las paredes pentágramas.

Una vez a la semana,
la espalda se recupera
a cambio de los ojos
que serán ciegos para siempre
pues dejo que tus dedos-picos cuervos
de ellos se apiaden.

Truena, llueve y y lo imposible
se viste de poema a medianoche sin tacones.


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