HISTERIAS DE FILADELFIA

Elga aprendió una cosa de su madre

al hombre
se le conquista por el estómago
no en la cama.

Elga lleva veinticuatro claveles
cocinando para él,

los pucheros tartamudean al vapor
y un tapiz de manchas
salpica las puertas de resina,

el carmín grosella mermelada en las comisuras
y la harina matiza su rostro,

cuando él excesivamente puntual
la sorprende aún con el mandil puesto,

servidas las fuentes las relame con voracidad,
repite en varias ocasiones
siempre con gesto resignado.

Elga espera una respuesta
pero él no deja de rebañar el pan con salsa,
apenas ha terminado y ya le entra el sopor,

ni una sonrisa de postre.

A Elga le entran las dudas,
sobre el dogma materno

una pila de platos,
columnas jónicas,
que esperan ser trinchados,
las manos resecas del lavavajillas,
cubiertos frígidos
y la bombona sin gas en los fogones.

Para un invitado
que al cabo de una o dos horas
le envía una nota aclaratoria
donde comenta la delicia de sus artes culinarias.

Un día Elga,

un día de rosa en el mes de los rosales,

conoció a un señor que cocinaba con besos
y hacía hogueras tímidas
con guisos lujuria y mantequilla,
su saliva se espesaba
mientras a fuego lento la amasaba 
y de su lengua
 nacían las galletas más dulces del horno,
 supo de hostelería
y al engaño que había sido sometida.


El señor famélico
toca el timbre
espera llenar la despensa de su tripa.

Elga cocina menos
pero ama más.

Mi madre me tomó el pelo.

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